Por María Estela Ortiz, vicepresidenta ejecutiva de la Junji
Aún falta demasiado para que la sociedad comprenda que el respeto a
los más pequeños permite potenciar aprendizajes que los harán en su
vida adulta hombres y mujeres buenos.
Quiero expresar la enorme conmoción que siento por las noticias
recientes que despiertan nuestra conciencia ante la violencia, el
abuso y la muerte que adultos han cometido a los niños más pequeños de
nuestro país. Quiero expresar, también, mi solidaridad y la de la
institución que dirijo a cada una de las familias de los niños y niñas
que han sufrido estas dolorosas experiencias.
Estoy segura de que esta conmoción y solidaridad también invade a la
mayoría de nuestra sociedad cada vez que conocemos situaciones de
violencia y abuso que afectan a nuestros niños y niñas. Deseo
invitarlos, desde cada uno de los espacios en que viven, a transformar
la triste pasividad que nos invade en acciones concretas que impidan
de manera creciente que nuestros niños y niñas vivan estas
destructoras experiencias. Es responsabilidad de todos que no siga
ocurriendo: es un deber de cada uno de nosotros levantar la voz y
exigir tanto la protección de los niños y niñas, como el ejercicio de
sus plenos derechos como personas, tal como lo señala la Convención de
Derechos del Niño, firmada y suscrita por Chile en 1990.
El maltrato infantil en sus distintas formas -algunas francamente
deleznables- constituye uno de los problemas sociales más graves que
afectan a nuestra infancia, en especial si consideramos que 75,3% de
ella ha sufrido algún tipo de violencia (según cifras de la Unicef de
2006). Cada uno de los chilenos y chilenas, desde su rol particular,
estamos llamados a respetar a los más pequeños y a resguardar el buen
vivir en la niñez, porque es en la infancia donde se define lo
sustancial del desarrollo de una persona. Me parece que una buena
manera de calibrar el progreso y el futuro de una sociedad es
reparando en cómo ésta trata hoy a sus integrantes más desvalidos y
vulnerables, y, por cierto, los niños que son los que más lo
necesitan, porque no tienen posibilidad alguna de defenderse.
Madres, padres, educadores y adultos en general debemos ser garantes
del respeto hacia los niños y niñas y de donde emane el cuidado y el
amor que fortalecerá el mejor desarrollo y crecimiento de cada uno de
ellos. Ninguna casa, ningún jardín infantil, ninguna escuela y ninguna
calle está libre de que esto no suceda, sea cual fuere su condición
económica.
Nuestra institución, en el marco de la política de protección integral
a la infancia del actual Gobierno, ha instalado, como eje estratégico
de su gestión, el buen trato infantil, creando las Unidades de Buen
Trato en todas las regiones del país. Queremos ser un actor importante
en el proceso de erradicación de la violencia que afecta a los
párvulos: el propósito es revertir la actual situación y dar un vuelco
de tuerca desde la violencia hacia el amor.
Educadoras y técnicas de párvulos están siendo capacitadas en la
protección a los niños, donde la detección temprana de los eventuales
casos de abuso y violencia es fundamental. Las dinámicas que se
ejercitan con la familia, la difusión de la normativa de acción y el
trabajo en redes, son acciones concretas que buscan, además del
bienestar de los niños, la educación de la comunidad en este tema,
pues sin la comunidad no podemos lograr nada.
Pero lo que hacemos -es claro- no es suficiente. Detectar, intervenir
y prevenir la violencia o abuso de manera oportuna, y a la vez
promover el buen trato a todo nivel, resulta urgente si consideramos
que todo tipo de abuso infantil tiene consecuencias irreparables en el
desarrollo integral de niños y niñas en los primeros años de vida. Por
ello, es urgente intervenir a tiempo. Como país, hemos avanzado en
tomar conciencia del real significado del maltrato en la vida de un
niño. Pese a ello, aún falta demasiado para que la sociedad comprenda,
como una verdad irrefutable, que el respeto hacia los más pequeños
permite su bienestar, su desarrollo integral y potencia los
aprendizajes que los harán en su vida adulta hombres y mujeres buenos,
capaces de respetar, a su vez, a los más pequeños.
La tarea es clara: el reproche y la denuncia de la violencia infantil
es una misión de todos. Pero también lo es la promoción y ejercicio
del buen trato hacia los niños y niñas que nos rodean, como práctica
cotidiana en la vida de nuestras familias y comunidades. Con ello
aportaremos a cambiar la vida a nuestros niños y niñas y, de este
modo, a cambiar el futuro de nuestro país.
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